IR SHEL OR CAPÍTULO TRES ALEJANDRÍA: PATRIA DE LA FE (cont.) VI Sarizán Zyruu y Nastiawa Zovomóz se han unido en matrimonio. Sarizán, un corpulento muchacho de piel roja, ojos negros y cabello finísimo, se había convertido en el arquitecto oficial de la familia. Desde muy pequeño, sintió la afición a dibujar y trazar planos y escudriñaba en los que ya había hecho su padre, preguntándole y haciéndole observaciones. Con el tiempo, empezó a diseñar las casas y sus bocetos fueron gratamente recibidos por la familia. Poco a poco, y siempre guiado por Malén, comenzó a planificar obras más grandes. Fue él quien diseñó el acueducto que sería construido años más tarde. La disposición de las casas, fuentes y plazas fue sugerida por él. Participaba con entusiasmo en la construcción del Templo y se maravillaba de su perfección. Era uno de los más impacientes, aparte de su padre, por ver terminada la obra. Solía dar largos paseos con su madre y le explicaba su afición, estableciendo increíbles paralelismos entre la construcción de un edificio y el crecimiento espiritual, del que ella tanto le hablaba. Hacía analogías entre el pulido de la piedra y la purificación del alma. Decía que Dios era el Arquitecto del Universo y que el hombre, piedra a piedra, podría construir su pequeño universo personal. Zaras le escuchaba siempre complacida y disfrutaba enormemente de sus charlas. Ella le instruyó en la “geometría sagrada”. Le habló del “número perfecto” y de la “sección áurea” y, para gran satisfacción del joven, lo fue introduciendo en sus misterios. Sarizán le mostraba también sus dibujos y Zaras no podía menos que maravillarse ante la belleza de sus trazos y los increíbles edificios que era capaz de diseñar. Sabía que por la diestra mano de su hijo, Alejandría se convertiría en la ciudad más bella del mundo. Nastiawa, por su parte, era la más alta de sus hermanas. De piel roja como Sarizán y finos cabellos negros, tenía los ojos castaños, parecidos a la miel. De labios finos y sempiterna sonrisa. Se había destacado de sus hermanos por ser la de carácter más fuerte y decidido. Siempre era la primera en acometer cualquier tarea. Nunca dudaba. Se lanzaba de improviso sobre cualquier tema de conversación y, a veces, no dejaba hablar a los demás. Había demostrado una especial habilidad para recordar los nombres de las estrellas y las identificaba con facilidad en las noches claras. También, sentía predilección por la alquimia y fustigaba a su padre para que le enseñara más y más. Malén siempre cedía y solían encerrarse juntos en el cubículo que habían construido para las enseñanzas sobre los compuestos químicos. Nastiawa se divertía haciendo raras aleaciones y mezclando productos. Le hacía muchas preguntas a Malén sobre La Gran Obra, pero sus respuestas metafóricas nunca le satisfacían. Acudía entonces a Zaras Keláh y ésta, pacientemente, trataba de hacerle entender la importancia de la alquimia espiritual. Pero Nastiawa, obstinada, siempre volvía con lo mismo: ella quería convertir los metales viles en oro. Zaras reía divertida y se decía que con el tiempo su hija entendería de qué se trataba realmente La Gran Obra. En efecto, Nastiawa Zovomóz contribuiría con el desarrollo de la sociedad aportando sus conocimientos, ya no sólo en el aspecto práctico de la elaboración de fórmulas y tratados, sino también en el impulso que dio a la “alquimia espiritual”, la verdadera Gran Obra. Sarizán y Nastiawa se han casado y de su unión han nacido Baziz Xelay y Leya. Un niño y una niña que vienen a sumarse a esa otra Gran Obra: perpetuar la especie. VII Zozím Lem era el que menos se parecía a sus padres y, sin embargo, tenía rasgos en común con ellos que eran inconfundibles. Su nariz, larga y recta, era una copia fiel de la de Malén Lozáh y sus enormes ojos verdes de largas pestañas tenían el sello de Zaras Keláh. Su piel era negra como el ébano y su pelo rizado había sido recogido en numerosas y largas trenzas que le caían sobre los hombros. Era muy alto y corpulento y sus músculos se dibujaban nítidamente bajo la capa de la piel. Les llevaba ventaja a sus hermanos en cuanto a fuerza y velocidad. Era, además, uno de los más devotos. Solía asistir a su padre en la escritura de los textos sagrados y Malén reconocía que era uno de los que menos preguntaban, pero el que más creía. Por ser uno de los menores, solía ser travieso de pequeño, siendo mimado y protegido por los más grandes. Pero al crecer, se hizo más taciturno. A veces, era alegre y juguetón. Otras, era usual encontrarlo meditando o leyendo y repasando los preceptos de la Ley. Le gustaba escuchar a su padre, sobre todo cuando explicaba su origen y porqué Dios era el Padre Universal. Nunca le interrumpía ni preguntaba. Era feliz escuchando. Con su madre, era distinto. Compartían un secreto, que ya su hermana Rah-Rah había empezado a entrever. Como los de su madre, sus ojos eran verdes y brillantes. Y como los de su madre, eran capaces de ver más que los otros. Había mostrado interés desde pequeño por las propiedades curativas de las plantas y las había estudiado con fruición. Ya de adulto, había logrado extraer y aislar elementos de algunas hierbas y había preparado compuestos que aliviaron a más de uno en la familia. Su interés y sus conocimientos le llevaron a escribir diversos tratados sobre las plantas que años más tarde serían de gran utilidad para Alejandría. También, al igual que su hermana Nastiawa Zovomóz, se había sentido atraído desde siempre por las estrellas. Conocía los nombres y sabía diferenciar las constelaciones. Junto a Malén Lozáh, había aprendido a asociar los cambios climáticos con el paso de los diferentes astros. Así, definieron las estaciones y diseñaron el primer calendario por el que se regiría Alejandría a partir de entonces. Estaba conformado por años de 365 días, divididos en 12 meses, según las doce constelaciones, de 30 ó 31 días, y todos los años había “un día fuera del Tiempo”, que celebraban como el día en que Dios dio forma a la creación. Zozím Lem se casó con su hermana Teviz. De esta unión habían nacido el pequeño Wizel Rewí y la pequeña Itzel. Teviz, al igual que Zozím, parecía una escultura de ébano. Siendo la última hija, había gozado de los mimos y protección de todos los demás. Había crecido escuchando hablar a Malén sobre el Padre Universal; a Zaras sobre la evolución espiritual; a Sarizán sobre el Arquitecto del Universo; a Zozím sobre las plantas medicinales y las constelaciones; a Zoyíz sobre la pertinencia de fundamentar las creencias y discernir lo verdadero de lo falso; a Nastiawa sobre la transmutación de los metales y La Gran Obra; a Zaguév Mováz sobre la conexión directa con Dios a través del arte; a Eder Eguzki sobre los valores del espíritu y la fe inquebrantable; y a Rah-Rah sobre la importancia de hablar y escribir con decoro y sobre un supuesto hecho misterioso en los que tenían los ojos verdes. A estas alturas, Teviz podía creer cualquier cosa. Se había distinguido porque los escuchaba a todos y no replicaba a nadie. De niña, era debido a su curiosidad. Creía que prestando atención a los demás, aprendería más rápido. De mujer, porque, ciertamente, había aprendido. Había aprendido la tolerancia, a tomar en cuenta y respetar todos los puntos de vista, aunque se opusieran al suyo propio. Esta facultad le sirvió para redactar una serie de normas que garantizaran los derechos de todos, sin atropellar los de ninguno. Malén Lozáh y Zaras Keláh, orgullosos, fueron los primeros en implantarlas en la familia. Años más tarde, ese código, conocido con el Ius Omnium14, regiría a la ciudad de Alejandría y las que se fundaron después. De igual manera, ese amor por la equidad llevó a Teviz a interesarse por la aritmética, desarrollando incluso sistemas métricos que contribuyeron a simplificar las diferentes tareas. Los números, según Teviz, eran también un lenguaje y era posible encontrar mensajes ocultos en su aparente monotonía. Su sistema de cálculo sería utilizado luego por toda la Sociedad Solar. VIII AÑO: 100 En estos cien años, Alejandría se había convertido en una ciudad. Los hijos de Zaras Keláh y Malén Lozáh habían tenido descendencia y éstos, a su vez, habían tenido hijos también. Siguieron la costumbre de casarse entre hermanos, sin mezclar las razas, porque así había sido dispuesto. El cruce de los linajes vendría con el desarrollo, cuando Alejandría contara con suficientes especimenes de las cuatro castas primigenias que garantizaran su continuidad. Alejandro y Rah-Rah habían asistido contentos a las bodas de sus primeros hijos: Zirne Zaguváz y Flavia. Con el tiempo asistirían a otras dos bodas de sus otros cuatro hijos: Heru y Fadey, y Elimu y Danya. Igual había pasado con Rehíz Zoxi y Cassiel, hijos de Zoyíz Sezane y Zaguév Mováz, quienes, además, tuvieron otros cuatro hijos: Motka y Zoé, y Hamadi y Minkah. Sarizán Zyruu y Nastiawa Zovomóz fueron testigos felices de la unión de sus hijos mayores: Baziz Xelay y Leya, como lo serían luego de los dos menores: Donkor y Hashira. Y Teviz y Zozím Lem de igual manera acompañaron a Itzel y Wizel Rewí, como hicieron después con sus otros cuatro hijos: Berit y Lía, y Asim y Uriel. Esta tercera generación, como era de esperarse, también dio sus frutos y la cuarta y la quinta, y la sexta y la séptima. Es decir, que la población de Alejandría sobrepasaba con creces el centenar. Esto trajo consigo un mayor desarrollo en todos los aspectos. Malén Lozáh y Zaras Keláh, con apoyo de sus descendientes, implementaron un orden en la ciudad que se cumplía a cabalidad. Continuaron transmitiéndoles a sus hijos las enseñanzas e instruyéndolos en diversas áreas, y éstos, con sus propios aportes, continuaron la labor con sus vástagos. Se estaba cimentando una gran civilización que sería luz del mundo. IX AÑO: 200 La población ha crecido y con ella la ciudad. Se han edificado nuevas casas para albergar a las nuevas familias. Se construyó una escuela para los niños y una universidad para los más grandes. Se implementó un sistema de estudio en el que los pequeños a partir de cinco años asisten para aprender las disciplinas básicas y luego, a partir de los doce, se entrenan para el trabajo o se dedican al estudio en las Escuelas de Artes, Ciencias y Oficios. En la primera etapa de la instrucción, cada grupo de niños tenía un mismo maestro que les guiaba desde el primero hasta el séptimo año. Cada uno de estos maestros tenía a su cargo un promedio de diez a quince niños. Esto hacía que el avance de los estudiantes fuera monitoreado de forma más cercana y personal, y a la vez, facilitaba una relación de confianza y estima entre profesor y alumno que enriquecía el proceso de aprendizaje. En la segunda etapa, había distintos instructores para las diferentes áreas, pero cada uno de ellos guiaba a los estudiantes en su materia durante los siete años de estudio. Es decir, desde el primer curso hasta el último, el profesor de cada disciplina era el mismo, permitiéndole constatar el progreso del estudiante a lo largo del período colegial. En la universidad, los mayores (a partir de los 18 años), profundizaban en cualquiera de las artes o ciencias de su preferencia. Sólo los destinados a Sacerdotes debían estudiar las siete y alternarían sus estudios en la Universidad con su preparación en el Templo, una vez finalizada su construcción. Se diseñó y construyó un acueducto que facilitó el transporte del agua hacia los hogares y se erigieron fuentes ornamentales y de servicio público. Se desarrolló la agricultura y mediante el sistema septenario, se trabajaban las tierras durante siete años y uno se las dejaba incultas, para que se renovaran y volvieran a ser productivas. Se abrió paso la ganadería y con ella, otras industrias como las de sus derivados y la textil. Se industrializaron las canteras y los aserraderos, así como la pesca y la minería. Se construyeron muelles y astilleros. Se implementó el comercio y se instauró una moneda única para el mismo (el sol). Se estableció el sistema de almacenes públicos en los cuales se procedía a la venta de todos los productos, ya fuesen manufacturados o provenientes de alguna actividad agropecuaria o pesquera. Se instituyó la sinarquía como sistema de gobierno, en el cual los más destacados en sus profesiones, representaban a sus gremios para tomar las decisiones que afectaban al bien común. Se determinó que todos tenían el deber de trabajar para la comunidad y, de igual manera, el derecho de trabajar para sí mismos. Se regularon las actividades para que nadie sacara provecho de otro. Se crearon las Casas de Reflexión para aquellos que, por error u omisión, incumplían las normas establecidas. En cuanto a la recreación de los alejandrinos, se construyeron teatros y plazas para llevar a cabo actividades artísticas, así como un estadio para las relacionadas con el deporte. La música, la danza, la poesía y otras disciplinas formaban parte de las festividades de la ciudad. Se realizaban festivales culturales-religiosos y competencias deportivas, como las fiestas del Heb Sed, que se celebraban cada año al término de la cosecha, como símbolo de la renovación espiritual y de la tierra; y los Juegos Solares, competición atlética que tenía lugar cada cuatro años y que constaba de cinco pruebas: stadion (carrera de 180 metros a pie), natación (cruzar a nado del Gran Río), salto de longitud, lanzamiento de jabalina y lanzamiento de disco. Se creó el Consejo de los Sabios en el cual, los hijos e hijas mayores de Malén Lozáh y Zaras Keláh orientaban y aconsejaban sobre las disposiciones promulgadas por el Consejo de los Doctos, que era el gobierno sinárquico. Malén Lozáh era el Sumo Sacerdote y sobre él recaerían las responsabilidades del Templo. Era, además, el Patriarca y su opinión siempre era consultada antes de tomar cualquier decisión que afectara a la ciudad. Junto a él, el resto de los que serían ordenados sacerdotes y sacerdotisas se encargaban de los oficios y de dar a conocer y explicar los preceptos de la Ley y los Textos Sagrados de Alejandría a toda la población, sin excepción alguna. Todos tenían el derecho a instruirse, la educación estaba al alcance de todos, sin costos, y como contraprestación, los conocimientos adquiridos debían ponerse al servicio de la sociedad, sin que esto fuera limitativo para ejercer una profesión en provecho propio. Cada quien daba su parte y recibía la suya. No existía distinción alguna entre los habitantes. Todos los oficios eran respetados por igual, entendiéndose que todos eran necesarios. Los fabris (obreros) tenían los mismos derechos y obligaciones que los doctos (profesionales) e, incluso, que los futuros sacerdotes. Cada quien cumplía una tarea y todas y cada una eran importantes para el desarrollo de la sociedad en pleno. La desmejora de uno, significaba la desmejora de todos. Todos los ciudadanos habían sido instruidos como individuos libres, co-creadores de la sociedad. Desde niños se les inculcaba su relación con el Universo, su filiación con Dios y, por ende, la hermandad de todos los hombres. Se les enseñaba el respeto al otro como una forma refleja del respeto a sí mismos. De esta manera, el daño al prójimo era concebido como un daño a la propia integridad. La elevación espiritual, la búsqueda del conocimiento y la sabiduría, la tolerancia y el amor hacia los semejantes, más que normas inculcadas, eran ya patrones de vida. No se concebía vivir de otra manera. Zaras Keláh, en su rol de Gran Sacerdotisa, presidía junto a Malén Lozáh el Consejo de los Sabios y los oficios religiosos, y su consejo era siempre apreciado por igual entre doctos y fabris. A estos últimos no dejaba de sorprenderles que aquella venerable mujer, hermosa y sabia, conociera de sus arduas labores y a veces les diera ideas para hacerlas menos pesadas. Zaras siempre terminaba diciendo: “Malén y yo también hicimos eso al principio”. Malén y Zaras eran respetados por todos, él reconocido como el Gran Padre y ella como la Santa Señora, creados y traídos al mundo por Dios. Todos se sabían sus descendientes y se sentían bendecidos con su presencia. Ellos, por su parte, se complacían al ver a Alejandría convertida en una pujante ciudad y lo que era más importante, cuna de sabios y piadosos humanos. X AÑO: 250 Doscientos cincuenta años después de la fundación de Alejandría, con el concurso de Malén Lozáh y Zaras Keláh, sus hijos, los hijos de sus hijos y todos los descendientes de la familia primigenia, se terminó la construcción del Templo Solar, que desde ahora sería llamado Templo de Duhbe, a las faldas del Monte Kisaku y orientado hacia el Este, de manera que al despuntar el sol, sus rayos entraban por los altos ventanales inundando de luz todo el atrio central y, al atardecer, los rayos del poniente igualmente penetraban por los tragaluces del otro lado. La obra era un magnífico edificio, de espectacular belleza y dimensiones extraordinarias, comparadas con el resto de la naciente ciudad de Alejandría. Había sido construido en una meseta de mediana altura a pocos metros de las faldas del Monte Kisaku. Su planta interna dibujaba un rectángulo de casi treinta metros de largo (29,98 m), por 18,53 de ancho y 10 de alto. Una amplia escalera daba acceso a la entrada principal. Dos altas columnas de bronce, con capiteles de dos metros de diámetro, se alzaban a derecha e izquierda de la puerta. La primera (a la izquierda) tenía grabado el símbolo: La segunda, el símbolo: Alfa y Omega representaban el principio y el final de todas las cosas. La entrada en el medio, que el único camino era hacia Dios. La puerta estaba chapada en oro, era casi de la misma altura que las paredes y de aproximadamente cuatro metros de ancho. Daba acceso al Primer Atrio, que discurría como una galería por todo el rectángulo entre el muro exterior del Templo y el muro interior de los Santos Lugares. En esta galería había otras dos puertas, una hacia el norte y otra hacia el sur. Un portal más bajo pero igual de amplio daba acceso al Atrio Principal. Éste era el verdadero primer Santo Recinto, ya que en la galería anterior no se oficiaría ningún tipo de ceremonia. Todos los actos religiosos tendrían lugar en esta estancia que trazaba un doble cuadrado, con una longitud de dieciocho metros por unos nueve de ancho. Las paredes interiores habían sido cubiertas con láminas de cedro, maravillosamente pulidas. Eran más altas que los muros exteriores, de unos catorce metros. A esta altura se alzaban los ventanales, más anchos hacia dentro que hacia fuera, simbolizando que la luz nace del interior y se dirige hacia el exterior. El techo formaba un entramado de vigas de madera de cedro y en el centro, un óculus u Ojo de Dios, una oquedad de aproximadamente cinco metros de diámetro, debajo del cual había sido colocado un recipiente semiesférico de iguales dimensiones, suspendido sobre esculturas de bueyes que lo sostenían encima de sus cuartos traseros. Todo estaba hecho de bronce. Este cuenco servía en el día como lavacro y en la noche como espejo de agua, ya que en él se reflejaban los cuerpos celestes que se divisaban a través del óculus. Hacia el final de la cámara, se había dispuesto un altar de bronce, sobre el que descansaba la menorah, labrada en oro y con las siete lámparas de aceite perennemente encendidas. En el techo abovedado había sido pintado un sol gigantesco justo sobre el ara. Sus rayos escapaban en todas direcciones, como abarcando toda la sala. A su alrededor, dibujados en menor escala, representaciones de los otros seis cuerpos celestes: la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno. Detrás del altar, otro tramo de escaleras conducían a la cámara más sagrada. Tras las puertas de oro labrado, en un recinto de nueve metros de ancho por nueve de largo y nueve de alto, otro altar más pequeño había sido colocado en el centro. Sus dimensiones eran menores pero su belleza y sublimidad sobrepasaban en gran medida al primero. Estaba hecho de oro puro. Había tres candelabros (iguales a la menorah del exterior) dispuestos de manera que la luz bañaba el altar desde todos los ángulos. Sobre la áurea piedra se había colocado un paño de terciopelo rojo con los bordes dorados y un sol bordado en hilos de oro. En el centro del mesón, el Liber Mundi y un cáliz también de oro. Y detrás de él, el Arca que contendría los Textos Sagrados de Alejandría y las Tablas de la Ley. Además, guardaría el Arcana Arcanorum15, el cuerpo de conocimientos de las Siete Ciencias, que comprendía todos los secretos a los que sólo los Iniciados podían tener acceso. La más rica Fuente de Sabiduría. Este cofre o arca estaba elaborado en madera de acacia y recubierto por planchas de oro, bellamente labradas. En la parte frontal había sido grabado el símbolo: La letra Delta, en forma de triángulo equilátero, representaba los tres atributos divinos: Fuerza, Belleza y Sabiduría. Con el ojo en el centro, representaba igualmente la omnipotencia, la omnisciencia y la omnipresencia. Es decir, el todo poder, el todo saber y la toda presencia de Dios. También sobre el ara, se hallaba un incensario de oro, quemando perennemente e impregnando la cámara con el característico olor. Un trono de oro sólido custodiaba el tesoro. Era el asiento de la Shekinah16. La morada simbólica de Dios. XI La culminación del Templo de Duhbe representó una celebración para Alejandría. Malén Lozáh y Zaras Keláh asistieron dichosos a la apertura y ambos oficiaron la primera ceremonia, en la que ordenaron sacerdotes y sacerdotisas a varios de sus hijos. No todos podían ser ordenados porque no todos habían seguido la instrucción necesaria. Alejandro y Rah-Rah sí fueron ordenados, así como Zozím Lem, Teviz, Sarizán Zyruu y Zoyíz Sezane. Nastiawa Zovomóz y Zaguev Mováz habían seguido caminos distintos. Si bien se habían instruido en las diferentes Artes y Ciencias, Nastiawa Zovomóz había declinado su instrucción religiosa para dedicarse a la ciencia pura y Zaguév Mováz se había decantado por las artes. Ambas, en sus respectivas ramas, habían hecho aportes importantes y no era motivo de disgusto o pesadumbre su renuencia a la ordenación. De entre los hijos de la tercera generación, seis fueron ordenados igualmente: Zirne Zaguváz, Wizel Rewí, Itzel, Baziz Xelay, Rehíz Zoxi y Cassiel. De esta manera se completaban los doce miembros del Consejo Religioso, encabezados por Malén Lozáh como Sumo Sacerdote y Zaras Keláh como Gran Sacerdotisa. Este Consejo se encargaba de las ceremonias, de la enseñanza de la religión y de la continuación de las escrituras sagradas, mientras las nuevas generaciones se preparaban para asumir estas tareas. Con el tiempo, sólo ejercería una labor de guía y asesoramiento en los asuntos relacionados con la religión. Algunos de los más jóvenes miembros de la sociedad se alistaban en sus estudios para sucederlos y asistían en los servicios sagrados que tenían lugar en el Templo. Alejandría cumplía su destino convirtiéndose en Patria de la Fe. Pero aún quedaban cosas por hacer. Y al Patriarca correspondía una de las más importantes. XII Zaras se encontraba sola al pie del Monte Kisaku. Sabía que Malén se hallaba en la cima y que no tardaría en bajar. Estaba sentada en el claro que daba acceso a la empinada cuesta. Allí surgía la Fons Vitae17. Así la había llamado el ángel que la había acompañado en su preparación y le había explicado que era el símbolo de la inmortalidad. El manantial surgía de una roca y manaba perennemente. En todo el tiempo que había estado Zaras en la tierra, nunca lo había visto dejar de brotar. Ahora, el Templo se alzaba a su derecha y la Fuente parecía una prolongación natural del mismo. Se acercó y bebió. En ese momento, apareció Malén en el claro. Zaras se volvió y le sonrió, pero el rostro de él estaba serio. Intuyó que algo ocurría pero esperó que él hablase. Malén, que cada día subía al Monte Kisaku a “conversar” con su Padre, sabía que se acercaba el tiempo de su partida. Sólo él estaba al corriente que había llegado el momento. No lo había compartido con Zaras porque temía angustiarla antes de tiempo. Todo marchaba tan bien hasta ahora. Pero, con el Templo ya edificado, tendría que hacérselo saber. – Zaras, debo decirte algo –comenzó. La Señora contuvo la respiración y aguardó. Él suspiró hondamente y explicó: – Nuestro Padre me ha encomendado una nueva misión. Debo iniciar un peregrinaje para colocar las piedras angulares de las seis ciudades que, junto con Alejandría, conformarán la Sociedad Solar. Una vez que haya hecho esto, nuestros hijos irán a cada uno de los seis lugares y fundarán las nuevas ciudades. Así está escrito: “Siete serán las ciudades de Dios”. Ella le miraba expectante. Todavía no alcanzaba a comprender la gravedad de su tono. – Es un largo peregrinar, Zaras. No sé cuántos años pueda durar. – ¿Años? –exclamó compungida. – Sí, debo recorrer la Tierra. Viajaré por el mundo y, guiado por Dios, colocaré la primera piedra de cada nueva ciudad. Es Su mandato. Así ha sido dispuesto, Zaras, tú lo sabes. – Sí, pero no imaginé que sería tan pronto. – Es el tiempo preciso. El Templo ha sido terminado. Nuestros hijos se han multiplicado y Alejandría cada vez es más próspera. Cuando yo regrese, habrá crecido lo suficiente como para que la partida de varias familias no afecte demasiado su desarrollo. Tiene que ser así. Zaras se echó en sus brazos. Malén la apretó fuertemente y continuó: – Él me acompañará siempre, lo sabes. Tú y Eder Eguzki estarán a cargo. Sé que todo irá bien. Hablaré con él y con los otros más tarde. Y agregó luego: – Cuida de los que nazcan en mi ausencia para que no sean confundidos. Ambos se abrazaron. Zaras lloró en su hombro y Malén la besó y secó sus lágrimas. – No temas –dijo– Sé que voy a volver. Zaras sabía que sí, pero ella sabía mucho más. XIII Malén se reunió con cada uno de sus hijos y les explicó su misión. Todos acusaron el dolor de la separación, pero aceptaron lo que sabían era un designio divino. Entendían que era necesario. A cada uno, Malén le encomendó una tarea, de acuerdo con sus capacidades y talentos. Ellos habrían de seguir construyendo la gran Alejandría, haciéndola próspera y digna de su epíteto: la Patria de la Fe. Todos asumieron sus responsabilidades convencidos de su importancia. Abrazaron a su padre uno a uno y se despidieron. Sólo quedó Alejandro. Malén notó en su primogénito un gran desasosiego. Lo atribuyó a la gran responsabilidad que acarrearía desde ahora. Tratando de apaciguarlo, expresó: – Todo irá bien, hijo mío. No debes temer. Estás preparado para ser el guía de tu pueblo. Así debe ser. Eder Eguzki asintió decidido, pero sus ojos seguían delatando su temor. – ¿Qué te preocupa? –inquirió Malén entonces. Eder, que ahora lucía una poblada barba de color castaño, pareció meditar bien antes de hablar. – Sé que vienen tiempos difíciles, padre –dijo– Sé que tu partida es necesaria y lo acepto. Pero temo que Alejandría vivirá momentos terribles. Además, temo por mi madre. – ¿Has visto más de lo que me ha sido dado ver a mí? –preguntó Malén ceñudo, sabiendo que Alejandro, como Zaras, en ocasiones tenía visiones de lo que aún no había acontecido. – He visto cosas… que no he entendido muy bien. Sólo sé que habrá dolor en nuestra familia. Malén pareció preocupado. Guardó silencio por largo rato, hasta que al fin, pasando un brazo sobre los hombros de su hijo, expresó: – Todas las cosas que hemos aprendido, hemos de ponerlas en práctica. De nada sirve una vela a pleno día. La luz es para ahuyentar la oscuridad. Si las tinieblas no existieran, la luz no tendría razón de ser. Cuando nos toque enfrentar la oscuridad es cuando más tendremos que brillar. Lo que viene es necesario. No tengo certeza de cómo, pero sé que nuestra rectitud será puesta a prueba. Sólo así sabremos nuestro temple. Alejandro suspiró hondamente y Malén continuó: – Confía. En todo lo que hemos aprendido tenemos las herramientas necesarias para hacerle frente a la adversidad. No dudes. No juzgues. Cuando llegue el momento, sabrás qué hacer. Dios no nos deja solos nunca. Cuida de tu madre y sé su apoyo en mi ausencia. Y cuida de tu pueblo, que en mi ausencia, serás tú su firmeza. XIV Zaras Keláh le aguardaba en la casa que habían construido juntos y que en nada se diferenciaba de las de sus hijos. Todas habían sido edificadas con el mismo criterio y, salvo algún detalle personal que hubiera podido agregarle cada quien, eran iguales: de piedra calada y madera, con piso de tierra apisonada; una estancia principal amplia y de alta techumbre que servía de comedor y de sitio de reunión; un apartado más alto en el que estaba dispuesto el fogón de piedra con su chimenea para el escape del humo, un mesón en el que se preparaban los alimentos y una especie de alacena de madera. Un breve pasillo llevaba a las habitaciones, el número de las cuales dependía de la familia (en el caso de Malén y Zaras, había cinco); una puerta trasera conducía a un patio en el que se solía tener gallinas, patos u otros animales y solía estar plantado por árboles frutales y algunas hierbas comestibles o medicinales. Al final del mismo, un cobertizo servía de excusado. Zaras se hallaba en la habitación principal. El suelo estaba cubierto con esteras de hojas de palma y en el centro, el edredón que servía de lecho a los esposos. Del lado izquierdo (el de Zaras), un pequeño cofre de madera contenía algunos perfumes y aceites que ella misma junto con sus hijas había elaborado, así como polvos y tinturas que eran usados como maquillaje. Además, guardaba algunos pendientes y pulseras que también había hecho ella. Del lado derecho (el de Malén) había otro baúl pequeño que contenía papiros, cálamos y recipientes de tinta. Estaba sentada en una silla alta contemplándose en un pequeño espejo de mano. Se había puesto una túnica de lino y la había ajustado en la cintura con un cordón de cuero, cuyos bordes caían hacia la izquierda. Se había sombreado los párpados con lapislázuli y colocado unos pendientes. Había perfumado todo su cuerpo. Y aguardaba. Ya había caído la noche cuando Malén entro en la casa. Se dirigió a la habitación y buscó a Zaras. Sus miradas se encontraron y se entendieron en silencio. Zaras se puso en pie y acercó una jofaina y una tina a la silla. Malén se sentó y se descalzó las sandalias. Zaras lavó sus pies y los secó con un paño de lino. Luego, extrajo de su cofre un frasco pequeño y vertió unas gotas en sus manos. Con lentitud, dulce y suavemente, fue frotando los pies de Malén con la esencia de nardos. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su llanto mojó otra vez los pies de su esposo. Malén le colocó las manos sobre la cabeza y le acarició el cabello. Ella siguió llorando en silencio. Finalmente, se puso en pie y volvió a mojarse las manos con la esencia. Esta vez acarició los cabellos de Malén, impregnándolos con el dulce olor de los nardos. Así estuvo unos minutos, de pie frente a él, sin poder contener su llanto. Malén la atrajo hacia sí y la besó en la boca largamente. Ella se sentó sobre las piernas de él y siguió besándolo. Por largo rato, se movió sobre él haciendo crecer su deseo. Malén aflojó el cordón y le sacó la túnica de un solo tirón. Debajo estaba desnuda. Ella se ofreció entera. Malén tomó sus pechos entre las manos y los besó. Se llenó la boca con ellos y los acarició eternamente. Se deshizo él también de la túnica y tomando a Zaras en los brazos la llevó hasta el lecho. La posó de espaldas sobre el edredón y se coloco sobre ella. Zaras lo recibió en su interior y se fundió con él. Y nuevamente fueron uno. Zaras gemía y lloraba y se aferraba al cuerpo de su esposo, como si quisiera retenerle para siempre. Malén jadeaba y la apretaba con fuerza, como si temiera perderla para siempre. Lloraron como dos niños, uno en brazos del otro. Tras un tiempo indefinido, eterno, los dos estallaron al unísono. Habían vuelto a ser dioses. Como tantas otras veces, los esposos habían consumado su unión en el infinito amor que se profesaban. Pero esta vez, Zaras había hecho de este acto su hierodulía18 y entregábase a su Señor como ofrenda. Ahora recibía de él la simiente. Su santa misión se repetía por última vez. De esta unión sagrada nacería el último hijo de Malén Lozáh. Peregrinaje: Solo en el Desierto NOTAS 14 Derecho de Todos, en latín. 15 Secreto de los Secretos, en latín. 16 En hebreo, “Gloria o Presencia de Dios”. Proviene de “sakan” o “shachan” que significa morar, residir. 17 Fuente de la Vida, en latín. 18 Servicio sagrado. |
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